EL LLAMADO PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD
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LA LEY 2008-A, 957
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SUMARIO: I. El progreso como timonel de la historia. — II. El
cuestionamiento del progreso y la aparición del contrato de trabajo en el
saber jurídico. — III. La conciencia critica del progreso y el principio
jurídico que lo limita. — IV. La fetichización del progreso. — V. El
relativismo en torno a lo positivo del progreso. — VI. La afirmación del
principio de progresividad en la jurisprudencia de la Corte. — VII. El
sentido del llamado principio de progresividad en la era de la globalización.
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I. El progreso como
timonel de la historia
Enseñaba Alfredo
Palacios, que en la antigüedad no se creía en el progreso. Que para esa
cultura era un valor entendido que la edad de oro estaba en los tiempos
primitivos.
Escribió: "Los
hombres tenían una obscura intuición del curso siempre igual de los fenómenos
cósmicos, que se representaban como movimientos cíclicos, como un retorno
eternamente reiterado a los comienzos. Se cita esta frase de Aristóteles:
Todo es movimiento cíclico: Las edades humanas, los gobiernos, la tierra
misma que tiene su floración y su faunación. Sin embargo, algunos autores
afirman que el Estagirita, aún a través del eterno retorno, reabre una posibilidad
de progreso indeterminado, sustituyendo así por la figura abierta de la
espiral de Goethe, aquella del círculo que vuelve sobre sí en el mismo plano.
Pero es verdad que Aristóteles no conoce el valor de la idea
historicista" (1).
En sus clases de
política económica del doctorado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales de la Universidad Nacional de La Plata, aprendí que el mundo de la
modernidad se basó en la ciencia y la tecnología aplicadas en función y para
beneficio de la burguesía, especialmente industrial. Que el tránsito hacia el
industrialismo quedó identificado con el progreso.
Ahora, en la era de la
post modernidad, nos vemos obligados a revisar con pensamiento crítico lo
aprendido.
Toda la carga cultural
del modernismo se vio acuñada a partir de la comprensión del rol de la
burguesía en la sociedad industrial y capitalista.
La libertad de
contratación como conquista superadora del orden estatutario anterior estaba
justificada en la idea del progreso. Se retroalimentaba con ella.
En términos
filosóficos aparece con el iluminismo y el racionalismo a mediados del siglo
XVIII y es tomada de esa fuente por la ciencia económica, como instrumento
revolucionario para el cambio, propio del liberalismo en auge.
El iluminismo y el
racionalismo asignaron al progreso el rol de constituirse en el motor y
timonel de la historia.
El iluminismo se
inspiró en una fe infinita en las potencialidades intelectivas del hombre.
Puso al futuro en manos del individuo, arrebatándoselo a Dios. Para ello hizo
del súbdito, un ciudadano. Se apoyó en un orden racional y secular.
Kant, ante los
alcances del pensamiento de Newton, dice: "el intelectual dicta leyes a
la naturaleza" y hace del progreso un postulado de la conciencia moral,
sosteniendo que el hombre y la humanidad misma deben obrar para que el futuro
devenga mejor. Por su parte el buen Turgot afirmaba que la perfectibilidad
del hombre se proyectaba en forma indefinida.
Ya en el siglo XVIII,
el filósofo escocés Frances Hutcheson había teorizado sobre el sentido
histórico del progreso, sosteniendo que la historia vincula a todas las
comunidades humanas, las que a través del tiempo, avanzan hacia una comunidad
que culmina en el imperio. Partía de la sociabilidad innata del hombre y la
asociaba con su humanidad y beneficencia.
Sus ideas influyeron
en David Hume y Adam Smith, aunque éstos si bien atribuyeron a la historia el
sentido de progreso, ya no fueron categóricos en adjudicar a la humanidad un
destino ideal, revisando a Turgot, del cual Smith era gran admirador.
También Juan Jacobo
Rousseau, advirtió contra el optimismo desenfrenado sobre el progreso, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres.
Pero lo cierto es que
el racionalismo encontró en el progreso la justificación del quehacer
histórico y fundó en el mismo el orden jurídico. La fe revolucionaria y laica
que inspiró a los iluministas, se tradujo en una lúcida racionalidad que, a
mérito de lo pensado en el siglo XVIII, trató de construir un orden de
nacionalidades y derecho superador del absolutismo.
Pedro Leroux, con
Raynaud emprendió la publicación de la Enciclopedia del siglo XIX, destinada
especialmente a una exposición sistemática de la doctrina del progreso y a
una labor de organización y de reconstrucción fundada en la tradición
progresiva de la filosofía y de la Revolución Francesa. En su libro La Humanidad, llevó a cabo la
demostración histórica y metafísica del progreso. El hombre vive en sociedad
y en comunicación con sus semejantes, sobre la base de un sentimiento de
simpatía imaginativa, anterior a toda lucha por la vida, y no vive sino en
sociedad; esta sociedad es perfectible y el hombre se perfecciona en la
sociedad perfeccionada. Siendo esto esencia de su ser (2).
El iluminismo explicó
la sociedad a partir del progreso. Una palabra mágica que propone ordenarla
para regir su existencia y termina siendo un principio constitucional de los
Estados de derecho.
Agotado el siglo de
las luces y ya en el siglo de la cuestión social, el poco recordado fundador
rebelde del social cristianismo, Lamennais (3), todavía pivoteaba
sobre el progreso, tornándolo en uno de los conceptos paradigmáticos de su
influyente obra las "Palabras de un creyente". Fue el protagonista
de la Revolución de 1848, en quien se inspiró Esteban Echeverría, al punto de
plagiarlo (4).
El Código o declaración de los principios que
constituyen la creencia social de la República Argentina, su programa
político, publicado en Montevideo a fines de 1838, resume el ideario de la
Joven Argentina, que Echeverría fundara en 1837 y se apoya en las Palabras de un creyente y El libro del pueblo, obras del
sacerdote excomulgado que tuvieron singular importancia. Lamennais,
desarrolló quince anatemas, que comenzaban con las palabras claves de la
Revolución Francesa, libertad, igualdad y fraternidad, a las que
sucesivamente sumó "asociación" y "progreso".
Echeverría citó a
Pascal en estos términos: "la humanidad es como un hombre que vive
siempre, y progresa constantemente", y sostuvo que todo lo que existe
"se desarrolla y se manifiesta por una serie de generaciones continuas:
esta ley de desarrollo se llama ley del progreso". Y también:
"Todas las asociaciones humanas existen por el progreso y para el
progreso, y la civilización misma no es otra casi en todo lo creado, que el
testimonio indeleble del progreso humanitario". Recogía el pensamiento
de Saint-Simon y Leroux, y anticipaba a Spencer, que prefirió referirse a la
evolución, en lugar del progreso. Sostenía: "La libertad no puede
realizarse sino por medio de la igualdad, y esta última requiere el concurso
de todas las fuerzas individuales hacia el "progreso continuo", fórmula fundamental de la filosofía del
siglo decimonono" (5).
Pero no se quedó
Echeverría tan sólo con las recetas del iluminismo. Formado en la cultura
francesa de la primera mitad del siglo XIX, no fue ajeno al romanticismo
alemán, que propuso una revisión crítica del ilumnismo
El representante más
conspicuo de esa revisión fue Herder, representando a los post kantianos y
fuente de los filósofos franceses de la reacción anti enciclopedista, y
mencionado reiteradas veces por muchos de los próceres de la Organización
Nacional.
Una de las
características del romanticismo filosófico alemán residió en la recreación
de una nueva doctrina del progreso, sosteniendo que el progreso no se impone
a la historia: se halla ínsito en ella. La Divinidad no es, deviene, tanto en la naturaleza como
en la historia. El fin del devenir
creador es el advenimiento de la humanidad,
pero la humanidad deviene,
concretamente, mediante las naciones; humanidad inmanente a la nación, no
trascendente a ella. E identificando a la humanidad en la Nación.
A partir del
pensamiento de Herder, Savigny planteo la creación de la escuela histórica
del derecho.
De la filosofía
alemana del siglo XIX se extrae una nueva teoría del progreso, opuesta al
iluminismo, y destaca Palacios que Coriolano Alberini sostuvo que quien no
comprenda las profundas diferencias y semejanzas entre ambas concepciones del
progreso no comprenderá la honda discrepancia filosófica entre Rivadavia y
Echeverría. Este, —agrega—, trae una nueva manera de pensar:
historicismo, que llena nuestra cultura hasta 1880, más o menos." (6).
Con esos fundamentos
Echeverría construyó su pensamiento político sobre las nacionalidades, de
imprescindible necesidad para su época, en la que la organización de la
Nación Argentina no dejaba de ser un proyecto, pensado por los hombres de la
generación del 37, en línea con la Joven
Europa, una logia y una corriente, que trataron de emular con la Joven Argentina, cuando los partidos
de la restauración expresando los intereses de la Santa Alianza, obligaron
allá como aquí a operar en la ilegalidad a las oposiciones.
Pero no se trataba de
cualquier progreso, el que Echeverría procuraba abrevando en Saint-Simon,
Leroux, Fourier, Víctor Hugo, Lamartine o Chautebriand y en Lammennais, en
particular. Era un progreso que le haría sostener que: "la industria que
no tienda a emancipar a las masas, y elevarlas a la igualdad, sino a concentrar
la riqueza en pocas manos, la abominamos. Para conseguir la realización
completa de la igualdad de clases, y la emancipación de las masas, es
necesario: "que todas las instituciones sociales se dirijan al fin de la
mejora intelectual, física y moral, de la clase más numerosa y más
pobre".
Esta es la ideología
que impregna al "Dogma socialista". Obra que, con las
"Bases" de Alberdi, terminó por ser una de las fuentes doctrinarias
determinantes de la Constitución de 1853, pero a la que el discípulo no le dio
el sentido que le daba el maestro, restándole el contenido crítico.
Desde la redacción de
su "Fragmento preliminar al estudio del Derecho" (1837), Alberdi,
hace un culto del orden absoluto a partir del progreso. Sostiene
"Progresar es civilizarse". "La Europa es el centro de la
civilización de los siglos y del progreso humanitario". "Cuando la
inteligencia americana se haya puesto al nivel de la inteligencia europea,
brillará el sol de su completa emancipación".... "El honor y sacrificio, móvil y norma de
nuestra conducta social. "Sólo es acreedor a gloria el que trabaja
por el progreso y bienestar de la humanidad"."La libertad no se
adquiere sino al precio de la sangre". Promueve la Fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitario y en
consecuencia propone: "Organizar la asociación de modo que por una
serie de progresos llegue a la igualdad y a la libertad, o sea, a la
democracia". "El mundo de nuestra vida intelectual será a la vez
nacional y humanitario: tendremos un ojo clavado en el progreso de las
naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad".
Lo cierto es que el
progreso alberdiano se tornó en la clave de su entendimiento e hilo conductor
para la interpretación del texto constitucional plasmado en 1853 a la luz de
ese ideario. Hasta el punto de constituirse para muchos el progreso en su fin
por antonomasia. Para los intelectuales de la organización nacional, y la
generación del 80, beneficiaria de la tarea cumplida, el sentido y fin de la
historia pareció agotarse en el progreso.
Alberdi abrevaba en el
pensamiento social y económico de su admirada Europa imperante en su época.
El clérigo Thomas
Malthus, incursionando en la economía sentenció contra la fe racionalista en
el progreso y el desarrollo de la economía a partir de la técnica, que la
producción de alimentos no alcanzaba y que por lo tanto era necesario llevar
a cabo el control demográfico por los gobiernos, para no permitir la
procreación de los pobres, lo que implicaba en definitiva limitar el
desarrollo del proletariado como clase que aspiraba al cambio, con el lógico
peligro para la sociedad existente.
Herber Spencer para
1851, doblando la apuesta, endiosa a la competencia, en función de la
supervivencia del más apto, cortando el camino a la ayuda a los débiles.
En 1852 Charles
Darwin, en su trascendental obra "Del origen de las especies por medio
de la selección natural", les agradece a Malthus y Spencer esos
criterios aportados, dando andamiaje desde las ciencias naturales con sus
teorías a una concepción de la economía supuestamente libre dominada por una
burguesía en ascenso, cuyos representantes desembocaron en la eugenesia y el
racismo.
Alberdi sostenía
"gobernar es poblar", pero era categórico en sostener "poblar
con europeos" y Sarmiento incitaba a "ser como Estados
Unidos", que era un "gajo del árbol europeo retoñando en el suelo
de América", por lo que era lógico que desde las ciencias
antropológicas, vestido de la sabiduría de moda de la época, Ameghino
concluyera al tiempo, "que la raza blanca era la superior de todas las
humanas y que a ella le está reservado en el futuro el dominio del globo
terrestre". Ni el indio, ni el negro, eran blancos y la ciencia vino a
asumir una negación de nuestro mestizaje y el etnocidio que se cumplió con el
asesinato sistemático de las madres indias de los criollos.
En ese contexto, la
visión histórica del progreso evolutivo fue la base del pensamiento de Comte
y Spencer y ellos expresaron acabadamente en el período de florecimiento del
capitalismo, la afirmación de su ideología, en la segunda mitad del siglo
XIX. El positivismo en términos filosóficos sentó sus bases e influyó en el
pensamiento de la clase política que redactó la Constitución de 1853,
liberal, que puso fin al orden vetusto, arcaico y autocrático heredado de la
colonia, pero nació con ese peligroso substrato apareciendo entre sus
pliegues.
El progreso fluyó por
los cauces del poder, servido para construir a partir de la concentración del
capital y la empresa transnacional, una estructura social y económica que puso
de rodillas a los políticos y a las naciones del tercer mundo. Aun las
guerras se hicieron para servir a ese tipo de progreso. El complejo de la
industria de guerra afirmó su existencia y exterminó pueblos, para dar
seguridad, pleno empleo y desarrollo a otros.
La economía, como en
otras oportunidades, se puso al servicio del poder. Y ese poder progresivo y
avasallante, afirmado en un racionalismo social darwiniano, usó de la
barbarie, la tortura y el genocidio hasta el hartazgo.
Entre las víctimas
estaban en primera línea los trabajadores. Primero los campesinos, luego los
trabajadores de la industria.
Si la ideología del
progreso hoy está relativizada en el plano científico y filosófico, lo cierto
es que en la organización social se afirmó férreamente y en la organización
del trabajo se tornó en un paradigma.
En lo político la
Constitución de 1853, se apoyó en la idea del progreso, que explica el
preámbulo, siendo representativa de su momento histórico.
El 28 de agosto de
1853, Urquiza sanciona el decreto que consagra la libertad de navegación de
los ríos, abriendo las puertas del país y en especial de las provincias del
litoral, al comercio con Inglaterra, imperio de la época al que se identifica
con el desarrollo, el progreso y la riqueza.
Tres días más tarde,
el 31 de agosto de 1853, se llevan a cabo las elecciones de convencionales
para constituir a la Convención Constituyente de Santa Fe. Participa una sola
lista —la urquicista— y atento a las abultadas cifras con las que se sostiene
triunfa todo indica que el fraude las acompañó.
En la ciudad de Buenos
Aires, tan esquiva y taimada, el urquicismo usa al Club del Progreso, como su
punto de reunión (7).
Quienes hicieron del
progreso un nuevo y trascendental mito, pusieron de rodillas a la filosofía,
rindiéndole pleitesía a las ciencias, para honrarlo mejor. Progreso y ciencia
fueron asimilados. El producto de todo ello, fue el capitalismo, que en un
país como el nuestro fue el propio de un capitalismo dependiente, vinculado a
una oligarquía vacuna y conservadora.
Hobsbawn en uno de sus
libros escribió, observando el período que llamó "La era del capital
(1848-1875)", "...podríamos afirmar sin demasiada exageración, que desde
este punto de vista del progreso de la ciencia (refiriéndose a John Stuart
Mill y Herbert Spencer), hizo de la filosofía algo redundante, excepto una
especie de laboratorio intelectual auxiliar del científico" (8).
Para Manuel García
Morente, la creencia en la efectividad metafísica del progreso es
consustancial con el alma del hombre moderno.
Para este filósofo,
que en 1932 escribía y disertaba sus "Ensayos sobre el progreso",
el hombre de su presente, no sólo creía que la humanidad ha progresado, sino
que seguiría progresando y aun más, aspiraba a que siguiera progresando,
siendo ello una nota fundamental del ambiente de la modernidad.
II. El cuestionamiento del progreso y la aparición del contrato
de trabajo en el saber jurídico
Es hija entonces de la
modernidad la idea de que los cambios se suman, en un desarrollo histórico
continuo, plasmado por medio de la libertad de contratación y de mercado,
que, en cuanto a la apropiación del trabajo, encontraba en la locación de
servicios de los códigos napoleónicos el suficiente instrumento jurídico,
hasta que la cuestión social vino a reclamar la revisión del orden y el
progreso alcanzado.
La validez universal
de esos conceptos, que le otorgan un sentido a la historia, ha sido sin
embargo cuestionada. Spengler y Lévi Strauss, desde ópticas muy diversas,
señalaron que la dupla modernidad-progreso, no constituían conceptos de
validez universal, que hubieren operado en todo tiempo y lugar. Que
constituyen categorías que pertenecieron a la Europa de los siglos XVIII y
XIX, siendo conceptos inaplicables a otras realidades sociales, en los que
estos conceptos históricos no han guiado al desarrollo.
Lévi-Strauss sin dejar
de considerarse progresista, negó al progreso como base del desarrollo
histórico, pues sostuvo que no era cierto que cada generación conscientemente
o no preparara las condiciones en que deberían vivir las subsiguientes. En su
trabajo "Respuestas a algunas cuestiones" enfatizó: "... al
fin de cuentas me es por entero indiferente el hecho de que el espíritu
humano mejore o no .... Preferiría pensar que cada generación iniciaba su
propio derrotero."
Hijo de la cuestión
social, el contrato de trabajo surgió instrumentalmente como un instituto
limitante del abuso del poder del empleador en un sistema de relaciones
individuales y colectivas inspirado en la idea del progreso. Limitante del
poder del empleador de la era capitalista, como individuo y como clase
social. Limitante del instrumento jurídico por excelencia propia del
capitalismo: la libertad de contratación, exaltada en el artículo 14 de la
Constitución Nacional y apoyada en el Preámbulo, que mueve a alcanzar el
bienestar general a partir del progreso.
Fue el contrato de
trabajo una consecuencia reguladora de la legitimación alcanzada por el
empleador, en el tráfico apropiativo del trabajo de terceros dependientes en
lo económico. Recién comenzó a esbozarse a fines del siglo XIX, trasegado por
la cuestión social y sentó sus reales en los primeros años del XX, cuando a
mérito de los contractualistas belgas y franceses y quienes los continuaron,
se sienta la doctrina del riesgo profesional, para modificar la teoría
general de la responsabilidad, atacando el principio milenario de que no
podía existir responsabilidad sin culpa y pasa a ser intervenida la autonomía
de las partes como fuente de las obligaciones contractuales, por el principio
de indemnidad del trabajador, (principio general fundacional del derecho social).
No tenía razón
Carnelutti cuando sostuvo que el contrato de trabajo era el principal
contrato de la era moderna. Confundía al contrato de trabajo con la locación
de servicios, al que éste venía a desplazar, revisando críticamente al
instrumento de la modernidad, que había servido al capitalismo. Era el
principal contrato de una era sin nombre todavía, crítica de la modernidad,
inspirada en el socialismo, pero que no se atreve a plasmarlo sobre las
cenizas del capitalismo que cuestiona y que algunos llaman por ahora, post
modernidad.
El contrato de trabajo
es en la era actual, el medio por el cual el hombre socializa su capacidad
creadora, poniendo modestos límites al poder apropiador, que la libertad de
contratación instituyó en la materia. El vigor de su existencia depende de la
aceptación que se lleve a cabo de la regla instrumental de derecho, que
regule el principio general del progreso.
El tráfico apropiativo
del trabajo se hizo en el marco de una ideal marcha hacia el desarrollo, en
la que todos avanzarían dejando atrás el atraso propio de las etapas
históricas anteriores (el esclavismo, la servidumbre y el gremialismo
medieval).
Los poderosos en el
burgo heredaron políticamente al estado democrático y se hicieron
capitalistas en términos de la nueva economía. Fue así que a partir de la
libertad de contratación como pilar económico de la sociedad, se pararon como
clase social en la cresta del poder. Construyeron y heredaron a la sociedad
democrática, para hacer de ella su coto de caza.
El progreso justificó
lo que antes encontraba su razón de ser en la revelación del mensaje divino.
Y pese a su racionalidad agnóstica, paradójicamente no dejó de ser
sacralizado.
En nombre del progreso
material se cometieron con muchos pueblos las más salvajes formas de explotación
y se llegó hasta el genocidio. Como antes se lo había hecho a mérito del
progreso espiritual, mediante el cristianismo, el islamismo u otras
religiones.
El saber jurídico
rindió pleitesía a ese proceso de sacralización y vinculó la democracia con
la libertad de explotación del hombre.
El saber económico
supo hacer de todo ello un conjunto de valores en los que la vinculación con
supuestos postulados inatacables, como el mercado y sus virtudes, acompañó un
desarrollo histórico acelerado.
Pero en el presente
período histórico, el poder económico comenzó a concentrarse en términos
financieros de tal manera, que en relación con el pasado los nuevos poderosos
pueden lo que antes nunca hubieron podido.
Rendido el culto al
progreso por las ciencias sociales y el derecho en particular, necesario en
función de los intereses de la ciudadanía democrática en su conquista de la
libre contratación y construido el capitalismo en un protagonista
determinante de la historia, resta advertir el rol de los trabajadores en
esta etapa.
Convidados de piedra
en la estructura real de la sociedad libre (pero de la libre contratación a
partir del estado de necesidad), reclaman del progreso una cuota que nadie
puede negarles, sin afectar los derechos humanos de la mayoría. Y en la
estructura del poder racionalizado de la democracia, se aspira a que las
mayorías gobiernen.
La ideología del
progreso presupone que éste lleva al bien vivir y la felicidad de la
humanidad.
Señala Sebreli que el
humanismo tal como lo concebimos es una forma de antropología filosófica que
afirma el desarrollo histórico y la autonomía del hombre con respecto a toda
entidad sobrehumana, sea ontológica, religiosa, social o política. Se
vincula, por lo tanto, con el conocimiento racional, la moral laica y sistema
político democrático que garantiza las libertades individuales y los derechos
humanos, y adscribe a una concepción universal y progresiva de la historia.
Sostiene que no se
basa en la religión del hombre, ni en el culto de una humanidad abstracta, impersonal,
sino en la pluralidad de hombres concretos cuyos objetivos singulares son
inmanentes porque no derivan de ninguna autoridad exterior pero, a la vez,
trascendentes en la inmanencia, porque implican normas universales que
superan las propiedades de cada individuo y son válidas para todos allá de la
subjetividad. Cada hombre —como decía Sartre— al elegir, lo que quiere ser
crea al mismo tiempo una imagen del hombre tal como considera que debe ser (9).
Fue consustancial con
esas premisas que se hiciera del progreso un valor absoluto, al que hay que
subordinar la organización social y legitimar las normas necesarias a ese
fin.
Por vía de
simplificación, se hace de la humanidad un sujeto individual, ignorando su
naturaleza colectiva y plural. Se idealiza una cuestión material y subordina
a un objetivo universalizado la suerte de quienes en el juego de poderes
pasan a ser sacrificados.
Para ello se necesitó
de una burguesía que se hizo a sí misma históricamente y deviniendo en el
capitalismo, y en la tecnoburocracia con la que aquél opera y se justifica.
Paradójicamente, la
promesa llevó a una clara sensación de frustración. Jacques Revel asegura que
la sociedad actual teme al futuro y por eso convierte al pasado en un
refugio.
El revival del pasado
ante el bloqueo que produce el futuro, cargado de certezas graves, o la falta
de un proyecto que explique el mundo y programe el futuro, es la forma de
seleccionar la memoria por el no olvido.
Una memoria que
rescate la centralidad del trabajo, tan cara al viejo György Luckács y tan
esquiva para André Gorz.
El trabajo siempre es
construcción del futuro desde las técnicas que aporta el pasado y su memoria
selectiva.
Y el progreso también;
por eso tiene los límites del hombre y su indemnidad, sobre fantásticas
abstracciones de un futuro totalizador y que amenaza con volverse
totalitario, cuando el presente se administra con los ejemplos que brindan
las naciones más poderosas, en sus relaciones con las más débiles.
La ideología del
desarrollo ilimitado y progresivo de las fuerzas productivas es tanto el
fundamento de la fuerza y poder de la burguesía como clase, como la razón de
ser del socialismo alternativo.
Pero ni capitalismo ni
socialismo pueden resolver la contradicción y, en consecuencia, desde la
ecología y el derecho social comienza a regularse al progreso, en relación a
los daños que causa.
III. La conciencia crítica del progreso y el principio jurídico
que lo limita
Construida la sociedad
del salariado y comprendiendo ella a los marginados, que conforman el
ejército de reserva necesario para el reclutamiento de la mano de obra,
empleados y desempleados reclaman su participación en la cuota del progreso (10).
Y su cuota de progreso
en la medida en que cobra la facultad de no poder ser más postergada, se hace
progresiva y alcanza sentido jurígeno, a partir de un orden sancionador y
protectorio.
Siendo el trabajador
el sujeto protegido del derecho del trabajo, sus institutos responden al
llamado principio de progresividad, como instrumento que garantice su
inserción real en un progreso que no admite para ellos más postergaciones,
sin agravio de la justicia social, como condición básica del bienestar
general (11).
Es una regla de
derecho, instrumental de los principios del progreso y del deber de no dañar,
con las notas axiológicas y genéricas propias de una norma de normas,
necesaria para regular el funcionamiento de la sociedad, dándole coherencia y
pautas mínimas de dignidad. Opera tras las formas del garantismo social.
El llamado principio
de progresividad protege a los trabajadores, como clase dependiente en una
relación de dominación, actuando sobre los derechos subjetivos públicos. Pero
también opera en las relaciones individuales (en el tráfico apropiativo del
trabajo), garantizando al sujeto protegido del derecho del trabajo su estado
actual, su patrimonio y sus derechos en expectativa.
En consecuencia sólo
la norma laboral que tiene una función instrumental de la justicia social es
válida para el sistema garantista, en la medida que respeta los derechos en
expectativa y propios de la condición asumida.
Acciona entonces el
principio como una válvula del sistema. Los cambios deben ser continuos, pero
no podrán ahondar un estado de explotación del que la conciencia de la
humanidad tomara noción ya en el siglo XIX, por la cuestión social.
Es así que la cláusula
del progreso propia de las constituciones liberales (insita en el preámbulo
de la de 1853) viene a verse limitada a principio de una regla instrumental
en una relación dialéctica, que derivó en el constitucionalismo social y
imprimiéndole las notas del garantismo.
Instrumentalmente la
limitación se operó a partir del principio de progresividad, que tiene por
sujeto protegido a los trabajadores.
Podemos sostener
entonces que el progreso queda acotado por la progresividad. O si se quiere
hablar con más propiedad dentro del saber jurídico, que la cláusula
constitucional del progreso puede sólo operar a partir de los límites que le
crea la regla de derecho instrumental de la progresividad.
En esa relación
dialéctica, progreso y progresividad refieren a un acotamiento de aquél a
mérito de una relación de fondo y forma instrumental.
Y con la acotación
viene la limitación que relativiza la idea absoluta del ascenso social
moderno como una línea al infinito. Ya deja de ser racional que por el culto
a ese principio a algunos se les niegue una existencia con pautas mínimas de
dignidad.
En definitiva el
principio de progresividad aflora en el derecho del trabajo, como norma
impuesta y regla dominante, sosteniéndose ahora, progreso sí, pero no al
punto de legitimar u ahondar un estado de desposesión.
Es así, que la regla
de la progresividad expresa a partir de las notas de su especialidad, también
un límite al progreso. O si se quiere, determina cuándo el progreso opera a
partir del deber ser, respetando a la segunda regla de Ulpiano.
Los desposeídos del
hoy pueden limitar el progreso de todos, a partir del daño que sufren.
No corresponde afirmar
los postulados del modernismo de la burguesía y el capitalismo, cuando ellos
se apoyan en la miseria de los trabajadores.
El principio de
progresividad puede desarticular al fin para proteger la suerte de algunos la
trampa de una sociedad que prometiendo el ascenso ideal y sin límites, dañe
al hombre libre sobre el cual se afirma.
Con esta regla
instrumental, que asume el rango de un principio general del derecho del
trabajo, quedó anclada la racionalización de un proceso, que puso límites a
la idea del progreso.
Idea ésta que no deja
de ser una abstracción, esclava de la razón. Ya que la idea del progreso con
todo el peso de haberse constituido en norma constitucional no deja de ser
eso, una idea. Una significación imaginaria de gran poder jurígeno, pero no
por ello extraña al control de razonabilidad.
Cornelius Castoriadis
dice "...la burguesía 'se hace' finalmente burguesía en su pleno
sentido, y al superar el papel que corresponde estrictamente a la situación
ya adquirida se alza a la altura de su 'papel histórico'; si se desarrolla y
desarrolla las fuerzas productivas es porque está verdaderamente 'poseída'
por la 'idea' de su desarrollo ilimitado, 'idea' (en mi terminología:
significación imaginaria) que a todas luces no es ni percepción de algo real
ni deducción racional" (12).
La modernidad hizo
presumir que lo nuevo era mejor y superior. En materia económica lo nuevo fue
la libre contratación del trabajo reemplazando a las formas estatutarias
anteriores, lo que devino en el fortalecimiento de la burguesía y con la
acumulación del capital, en el modelo propio del capitalismo. Pero las
presunciones son ciertas hasta que se demuestra lo contrario y con el tiempo
sectores sobre explotados de trabajadores tomaron conciencia de su estado en
el que la libertad conseguida venía acompañada de la pérdida de seguridades.
Para algunos las hambrunas del capitalismo le hicieron añorar la esclavitud,
el servilismo o el trabajo corporativo.
Desde entonces el
proletariado, mediante insurrecciones populares y organización de la acción
gremial, reclamó las seguridades mínimas que garanticen una existencia digna
y la supervivencia.
La toma de conciencia
de la cuestión social a partir de la práctica reivindicativa y la acumulación
de triunfos parciales en el reconocimiento de derechos, primero por parte de
sus patrones y luego por parte del Estado, imponiendo normas de orden público
a esos patrones, implicó el reconocimiento de una nueva propiedad proletaria,
a la cual aferrarse.
Los cambios desde
entonces en el orden normativo, convencional colectivo y estatal, para
responder al patrón protectorio, no debieron ser regresivos. Sólo lo nuevo
fue mejor en la medida en que la protección alcanzada no fuera agredida. La
magra propiedad social de los trabajadores se hizo innegociable a la baja e
irrenunciable.
Para los trabajadores,
las normas laborales ante la toma de conciencia de un estado de desposesión
básico del modelo capitalista sólo se legitimaron como anticipo de un cambio
final a alcanzar y en la medida en que ellas no disminuyan un patrimonio
alimentario y de subsistencia. Cuando ellas consagran pérdidas del patrimonio
en materia de derechos adquiridos, afectan a la subsistencia de la clase en
sí, una clase dependiente, que necesita de seguridades mínimas alcanzables,
dentro de un estado de dominación.
En ello se da
finalmente la pauta objetiva que sirve para calificar lo progresivo o lo
regresivo para el derecho del trabajo.
En la hora del ajuste
regresivo las normas laborales se hicieron peores o afectaron al llamado
principio de progresividad. Sin perjuicio de que fueran dictadas prometiendo
un progreso no probado y con la promesa de cambios a conseguir. Pleno empleo,
bienestar general, un orden económico, la estabilidad, exigencias de la
globalización, no dejaron de encubrir una pérdida de derechos de los más, que
fueron transferidos a los menos.
El deconstructivismo
de la post modernidad contribuyó a demostrar lo irreal de la racionalidad del
progreso del capitalismo y el socialismo real. Atacó los pilares de un orden
totalitario y expoliador. Descreyó de la modernidad por la trampa que
implicaba, cuando la cuestión social, en los términos del presente, marcaba
además de la tragedia del hombre, el sin sentido de un proceso histórico que
acercaba en la década del 90 a un fin de siglo en el que los poderosos
justificaban un modelo social que dejaba a los trabajadores sin trabajo. Todo
a partir de una cultura de dominación que, en definitiva, significaba una
desculturización social sin orientación ni esperanzas. En la era de la muerte
de las ideologías, por falta de ideologías válidas.
En esas circunstancias
sólo florecieron los conservadores, que aferrados al poder constituido,
vinieron a descubrir en la empresa capitalista el astro brillante ante el
cual debían hacer prosternar a la ciudadanía. Entre los que debían adorar al
nuevo dios estaban los propios trabajadores que esa empresa expulsaba de su
seno, arrojándolos hacia la nada de un mercado sin demanda posible de
trabajo, con un Estado desmantelado, inútil sin otro destino que el de
afirmar el proceso de acumulación de poder empresario ya alcanzado.
A esa altura de las
circunstancias el progreso había dejado de ser un medio y se transformó en un
fin, primero fue reificado y luego se transformó en un fetiche (13).
IV. La fetichización del progreso
A la sombra de la
fetichización del progreso, mucha sangre fue derramada. El pecado original de
la Argentina (el genocidio indio) es un ejemplo de ello. Un orden jurídico de
legitimación del mismo forma parte de nuestro pasado de oprobio. Nuestro
"progreso" llegó teñido de sangre y signado por la violencia.
Con la reificación del
progreso vino el olvido de las luchas pasadas. "Toda cosificación es un
olvido" enseñan Horkheimer y Adorno.
Por su parte,
recordándolos Holloway sostiene: "Vivimos, entonces, en un "mundo
encantado, pervertido y puesto de cabeza" en el que las relaciones entre
personas existen en forma de relaciones entre cosas. Las relaciones sociales
están "cosificadas" o "reificadas". Lukács utiliza el
término "reificación" en Historia
y conciencia de clase, publicado en 1923. Tal como el término reificación
sugiere, Lukács insiste en la relevancia que tiene en cada aspecto de la vida
social. La reificación no se asocia sólo con el proceso de trabajo inmediato
ni con algo que afecta sólo a los "trabajadores". "El destino
del trabajador se convierte entonces en el destino universal de la sociedad entera".
"La transformación de la relación mercantil en una cosa de
"fantasmal objetividad"(...) imprime su estructura a toda la
conciencia del hombre (...). Y, como es natural, no hay ninguna forma de
relaciones entre los hombres, ninguna posibilidad humana de dar vigencia a
las 'propiedades' psíquicas y físicas, que no quede crecientemente sometida a
esa forma de objetividad" (14).
Con la fetichización
del progreso se puso fin a la historia como parto de liberación nacional y
social. La organización nacional se apoyó en el progreso para terminar siendo
administrada por las banderas del orden y la administración, con las que la
generación del 80 consolidó el orden oligárquico de un régimen que ya no
necesitaba de una historia que negara la suerte de los indios, los gauchos, y
los inmigrantes.
Con lucidez, José
Pablo Feinmann defiende la tesis de que "todo fin de la historia se
traza, siempre, para alumbrar y justificar la violencia que lo torne
posible" (15).
La sangre derramada
—que inquieta a Feinmann como clave histórica—, tras el fin del progreso, no
fue poca y sólo el pensamiento crítico referido a la nueva situación social
existente instrumentó una nueva conciencia de lo social, al punto que al
siglo de las luces, le sigue el siglo de la cuestión social, que viene a
alumbrar lo que había intentado construirse, a mérito del progreso, por la
violencia implícita en la sociedad construida con ese fin por una burguesía
que había monopolizado la libertad de contratación alcanzada, como una forma
nueva, distinta y crucial de dominación.
El deslumbrante
desarrollo del capitalismo pasó a ser desafiado a mérito de la revolución
social, que pretendió su abolición y por ahora fracasó en sus intentos.
Cuando los órdenes
revolucionarios sólo quedan en promesas incumplidas, las sociedades se
regulan por los principios en que se fundan, administrados con moderación.
El orden capitalista,
resultado real del siglo XVIII, a la hora de las efectividades conducentes,
afirmado en el progreso como fin, siguió su desarrollo hasta el presente
desembocando en un estado de cosas en el que de todo se duda y en el que en
nada se cree, pero sigue siendo ordenado asistemáticamente por un progreso
loco, que lleva a la hecatombe ecológica o a la guerra nuclear.
Los teóricos de la
post modernidad descreen de todos los fines, incluso el progreso, pero siguen
administrando a partir del principio legitimante.
La idea del progreso
como un continuum permanente e
interminable queda jaqueada por la realidad que signa al holocausto y el fin
de la historia.
Y ese no es el fin de
la historia del conservadorismo en términos de análisis económico. Este es el
preanuncio de la hecatombe nuclear o la destrucción ecológica del planeta.
La conciencia
alcanzada en estos anuncios desencadena patológicamente un terror que se
traduce en escepticismo y desactivación de los paradigmas de la modernidad
que conlleva a la relativización del progreso, como idea estructurante y
metódica.
La crisis de las
utopías esperanzadoras, que daban un sentido a la vida, en relación con una
esperanza alcanzable, se traduce en la pérdida de las esperanzas.
Fernando Vallespín sostiene
que el futuro ha colapsado al presente en cuanto es una amenaza y no una
esperanza.
En un reportaje,
contestando a la pregunta: "La crisis de los grandes maestros pensadores
supone también la crisis de las utopías. Realizadas o desacreditadas esas utopías,
¿daría la impresión de que la realidad marcha por delante de las ideas?
Sostiene: "Si,
evidentemente, la realidad es más importante que las ideas. Pero creo que las
ideas progresistas tienen un problema cuando el objetivo fundamental del
mundo en el que vivimos es la conservación. Aquí me parece que hay un
elemento tremendamente interesante, y es que siempre habíamos puesto la
esperanza en la idea de progreso, de una manera más o menos consciente. Es
decir que el futuro siempre era el lugar donde encontraríamos reconocimiento,
trasladábamos la solución de los problemas a algo que tenía que acontecer en
el futuro y para lo cual estábamos preparando al presente. Lo que ocurre es
que, en cierto modo, el futuro ha colapsado sobre el presente: no es ya, digamos,
un horizonte de emancipación o un mundo mejor, mucho más reconciliado, sino
que es todo lo contrario: es la amenaza, la escasez de agua, la ausencia de
materias primas, el cambio climático, la aparición de nuevos peligros, que se
resumen en gran medida en el peligro de no poder mantener nuestro nivel de
vida, de que las generaciones futuras no puedan disfrutar el planeta que
estamos habitando." (16).
El nuevo dios pagano
que constituyó el progreso para el liberalismo fue derivando en un modesto
progresismo, no menos necesario, y de tímidos defensores.
La debilidad del
progresismo fue constantemente puesta a prueba por las doctrinas económicas
que levantaban las banderas degeneradas del liberalismo, en la versión
neo-liberal, expresadas a partir del llamado Consenso de Washington. Esas
políticas fueron asumidas hasta el paroxismo por el gobierno argentino de la
última década del siglo, que en su versión suicida del desarrollo y el
progreso, consiguió que una Nación que durante las ocho primeras décadas del
siglo XX, en la que el desempleo no pasaba del tres por ciento, pasara a
sextuplicarlo, empujado por la privatización de importantes empresas
estatales que explotaban sectores claves de la soberanía económica y
produciendo en el área privada la desindustrialización y la desaparición de
la pequeña y mediana empresa.
Pese a todo el
progresismo resistió. Como pudo resistió; y en la construcción doctrinaria y
del derecho encontró espacios para la resistencia. Desde los Estados de
Derecho, desajustados hijos de la racionalidad en crisis, transformados en
instrumentos útiles para el gobierno real de los enormes poderes económicos,
financieros y comunicacionales alcanzados, los intelectuales del garantismo
social desde el derecho trataron de tornar el quehacer sangriento del
progreso, (fin), con un método limitante del mismo, al que se conceptualizó
como el "principio de progresividad".
Hay, en esa
conceptualización, una aceptación del progreso y su negación. Por eso el
llamado principio de progresividad tiene una invocación aparentemente
ambigua.
Pero la negación del
mismo pasa por transformar al progreso de fin en un método. Readjudicarle un
verdadero signo de método, haciéndolo racional y ordenándolo, desde un
humanismo que lo limita como desencadenante del daño. El llamado
"principio de progresividad" sirve, pues, para defender al hombre
de daño en el progreso. Encuentra su razón de ser en el "alterum non
laedere".
Hegel, hablando del
progreso científico en su difícil prosa, sostiene: "La única manera de
lograr el progreso científico (...) es el reconocimiento de la proposición
lógica, que afirma que lo negativo es a la vez positivo, o que lo
contradictorio no se resuelve en un cero, en una nada abstracta, sino sólo en
la negación de su contenido particular; es decir, que tal negación no es
cualquier negación, sino la negación de aquella cosa determinada, que se
resuelve, y por eso es una negación determinada. Por consiguiente en el
resultado está contenido esencialmente aquello de lo cual resulta; lo que en
realidad es una tautología, porque de otro modo sería un inmediato, no un
resultado. Al mismo tiempo que la resultante, es decir, la negación, es una
negación determinada, tiene un contenido. Es un nuevo concepto, pero un
concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con
la negación de dicho concepto precedente o sea con su contrario; en
consecuencia lo contiene al más que él, y es la unidad de uno mismo y de su
contrario" (17).
La dialéctica en
definitiva es la que, a los efectos de la filosofía del derecho, nos permite
categorizar el principio como una norma de normas (expresando un alto valor
social), construido en esta etapa histórica a la que sintetiza a partir de la
crítica que sostiene a la norma por su necesidad y no la hace depender sólo
de su eficacia. Cumple un fin transformador y no una única función represora,
propia de la confirmación de un orden social, que se reconoce básicamente
injusto.
El pensamiento de
izquierda heredero del marxismo siempre apeló al ideal del progreso
histórico, como el resultado de la superación del hegelianismo por la dialéctica
marxista, y se ha terminado por llamar progresismo, hasta arribar a una
izquierda vergonzante.
Y la crisis de la
izquierda ha llevado a pensar a algunos en la necesidad de reconstruir una
izquierda enemiga de la utopía, que pueda sostenerse pese a la noción de que
el mañana no está garantizado cuando la ciencia abrió las puertas de la
hecatombe y el progreso trae como resultado el recalentamiento del planeta y
afecta a la ecología.
Todo esto traduce la
necesidad de superar la debilidad positivista para estructurar desde la
filosofía del derecho un sólido pensamiento de izquierda que se sostenga
racionalmente desde y pese a la realidad, como motor de cambio lógico, que no
marcha hacia un abismo.
Es ahí donde el
pensamiento crítico pone límites al progreso a partir de formas normativas
que gobiernen el desgobierno que ese progreso en su versión economicista
implica.
Es allí donde el
derecho tiene por pretensión operar sobre la realidad a partir de un deber
ser principiado. Apoyado en el principio de la igualdad y reinando sobre una
realidad liberticida.
La era de las
revoluciones estaba signada por los imperativos categóricos, que terminaban
por dividir la sociedad entre nosotros (los revolucionarios) y ellos (los
contra revolucionarios, entre los que quedaban por igual los reaccionarios y
los reformistas).
La moral
revolucionaria respondía a principios fuertes. La posmodernidad debilitó la
moral de la era de las revoluciones. Y esto estuvo determinado objetivamente
por el aplazamiento y la desvirtuación de las revoluciones. Por la falta de
demostración práctica de la factibilidad de la utopía. Por el desgaste a que
lleva la institucionalización no democrática de los partidos revolucionarios
triunfantes. Por el distanciamiento real de la utopía.
La relajación de la
era de las revoluciones hizo no creíbles a los revolucionarios, fortaleció a
los conservadores y terminó por debilitar a los reformistas, por el
alejamiento de la utopía del cambio.
Hizo del gobierno la
tarea administrativa de los burócratas, preocupados por encontrar un destino
aun en el desorden, y si es necesario, profesionalizarse en la administración
del desorden. Hacerse expertos en administrarlo consiguiendo los mejores
resultados posibles aceptando la realidad como inmodificable.
La post modernidad
vino de la mano de una izquierda irracionalista y dotada de principios
débiles o preocupada por construir otros a partir de la indagación
estructuralista, perdidos en la abstracción de las formas.
En ese marco, sostener
un principio reformista afirmado, tan sólo en su defensa de la indemnidad
prometida a partir de la toma de conciencia de la crisis social y económica,
parece un lujo alcanzable sólo por las sociedades altamente desarrolladas,
gobernadas por los reformismos sociales, a partir de estados
socialdemócratas. Pero también beneficiarias globales de las dominaciones de
los pueblos y naciones dependientes.
Es el llamado
principio de progresividad conservador de la calidad de vida posible, cuando
los peligros que amenazan a la sociedad siempre vienen presentados a nivel de
catástrofes. No deja de ser sólo una regla de derecho instrumental del
principio general del progreso, que lo regula en relación con otro principio
general del derecho, el de indemnidad.
Es una regla
instrumental que sólo cobra sentido en los análisis institucionales
específicos y desde la confrontación de los cambios reales a partir de la
óptica de los débiles y los dañados.
En eso está su
fortaleza y su debilidad. No deja de ser el resultado de un imperativo
categórico débil, asimilable por una sociedad estable, que responda a un
Estado de derecho sociológicamente fundado.
Pero para ese tipo de
sociedades no es una norma para asumir por provenir de un acto voluntario
emanado del poder político. Es consustancial a la legitimación del contrato
social en el que se afirma ese tipo de sociedad. Es la sublimación racional
de la razón de ser del gobierno, que si deja de ser respetuoso del llamado
principio de progresividad, dejará de estar legitimado por la inmensa mayoría
de los que se sientan a la mesa usurpada de los beneficiarios reales del
progreso. Empezando por los ciudadanos marginados.
V. El relativismo en torno a lo positivo del progreso
Uno de los problemas
filosóficos inherente al progreso es su relativismo.
Cuando se quiere
entender al progreso, como un concepto social cuantificable, sus
contradicciones se agudizan.
¿Es el progreso de
algunos, cimentado en el daño que se causa a otros, realmente un progreso
legítimo?
¿Es el progreso de las
mayorías el factor suficientemente legitimante?
¿Debe el progreso
económico apoyarse en el daño evitable de una minoría o un individuo?
La interpretación
materialista y sus desviaciones economicistas poco ayudan para responder a
esos y otros interrogantes análogos,
Sigue siendo un tema pendiente
para el materialismo histórico el del progreso y sus ambigüedades, que fueron
expresadas por Marx y Engels en materia de colonialismo y revolución en las
sociedades precapitalistas.
La relatividad del
progreso está profundamente vinculada con la temporalidad de su naturaleza.
Lo progresista de hoy
puede ser considerado conservadorismo mañana, en términos de intentos de
recuperar el pasado y sus logros.
Los logros del
progreso capitalista son puestos en duda y revisión por la cuestión social y
sobre ella el socialismo construye el rescate del ideal del progreso, sobre
el que el liberalismo creara su descreimiento.
Ese descreimiento
sobre el que Oswald Spengler, construyera su teoría decadentista.
Es el socialismo el
que pone sobre las espaldas del movimiento obrero la tarea de construir la
historia, demoliendo al capitalismo, para expresar en la sociedad socialista
la formulación del progreso de la humanidad.
El desafío lo supera,
a la hora de las realizaciones concretas. El muro de Berlín se derrumba,
carcomido por el progreso prometido y no alcanzado.
Desmentidas en los
hechos. Las social-democracias reformistas, extorsionadas por las crisis
económicas cada vez más periódicas, hacen retroceder a los Estados de
bienestar construidos a partir de sus principios y gobiernan con las crudas
políticas de neo-liberalismo, púdica forma de mal disimular a la restauración
conservadora de la escuela de Chicago.
Desde entonces,
resulta obvio para muchos, que la ideología del progreso primero cambia de
metas, y luego pierde el destino.
Pero aun esta sociedad
descreída debe encontrar su progreso y hacerlo en términos de racionalidad,
al punto de que el quehacer de la humanidad deje de ser caótico y
aterrorizante.
La conceptualización
del llamado principio de progresividad trae el peligro de constituirlo en una
identidad abstracta, independizada de su dinámica función temporal.
Esa estructura
temporal del concepto está reñida con su positivización identitaria, en la
medida en que esa identidad sirva para transformarlo en un fetiche.
John Holloway ha
teorizado a partir de Marx sobre la fetichización y la función que ella
cumple con referencia al poder-sobre, en oposición al poder-hacer (18).
El principio de
progresividad, retomando sus doctrinas dialécticamente y aplicándolas en
relación al rol del derecho, permite romper con el fetiche del progreso, que
sirvió fundamentalmente para constituir una sociedad y en un Estado al
servicio del capitalismo y a su horrible medida.
La tensión estará
entre la adjudicación del principio de progresividad de una simple función
fetiche, propia del poder-sobre, con su sentido conservador de la injusticia
social sostén de un régimen social injusto y la función liberadora,
desafiante del orden establecido.
Para el derecho
social, el peligro de caer en el fetiche es su máximo desafío. La
objetivación de lo hecho se enfrenta con la función de construir un derecho
para el hacer.
Con referencia a la
cuestión social, la historia del derecho ha terminado por ser hegemonizada
por el fetiche del derecho de propiedad en su versión de la era de la
modernidad y la economía capitalista, que construyó el derecho positivo del
presente.
Ese derecho positivo
hecho, incluso el constitucional básico del individualismo, ha sido la
construcción jurídica del respeto al trabajo mercancía, con su postergación
del hombre y su cosificación economicista, esencial para sostener la
dominación de la economía por un sistema abstracto e irracional que ha
transformado al capital como un poder superior a los Estados. Estados que
primero sirvieron para la acumulación interna y ahora sirven obedientemente
al capital constituido como fuerza financiera internacional globalizada.
Como lo supo destacar
Holloway, la fetichización sirvió para separar lo hecho del hacer (19).
El pensador irlandés
destaca la importancia de la diferenciación entre el poder hacer y el poder
sobre, (también de lo hecho con el hacer). Y lo funcional que resulta al
poder sobre la relación objetivante del concepto trabajador, al que por esa
vía se lo deshumaniza, por un lado y por el otro la relación subjetivante de
la mercancía (lo hecho), que mediante la fetichización es transformada en un
sujeto.
Es así que el poder
existente se funda en transformar las relaciones entre personas, en
relaciones entre cosas.
Y el fetichismo cumple
su función de separar el hacer de lo hecho. La conducta trabajo (hacer) de la
mercadería, (lo hecho).
La fractura del hacer
implícita en la fetichización es significativa en cuanto a la fundamentación
del derecho positivo y sirve a la reificación de sociedad.
VI. La afirmación del principio de progresividad en la
jurisprudencia de la Corte
La C.S.J.N. en
septiembre del 2004, dio un salto cualitativo en materia de su doctrina sobre
los derechos sociales de singular importancia. Las sentencias dictadas en
"Castillo c. Cerámica Alberdi S.A."
(20), "Vizzoti, Carlos A. c. AMSA S.A. s/despido",
sentencia del 14 de septiembre del 2004 y "Aquino Isacio c. Cargo Servicios Industriales S.A.", del 21
de septiembre del 2004 (LA LEY, 2005-A, 16), tuvieron la valentía de
actualizar una doctrina vetusta y arcaica en materia de aplicación de los
derechos humanos y sociales.
Una prensa amarilla
desarrolló una campaña crítica de la Corte, advirtiendo como siempre en
términos amenazantes del caos económico. La Corte salió airosa y fortalecida,
en un momento en que necesitaba, como nunca, avanzar por sobre un pasado en
el que perdió credibilidad a partir de dejarse influir por las políticas
económicas que inspiraban un orden público afirmado supuestamente en el
progreso, propio del más crudo economicismo, con agravio de los derechos de
la ciudadanía.
En los votos de los
ministros de la Corte Enrique S. Petracchi y Raúl E. Zaffaroni, en la
sentencia dictada en la causa "Aquino", se fundó el decisorio en el
agravio al principio de progresividad.
En este fallo, por fin
la Corte asumió que este principio de progresividad (21) tiene raigambre
constitucional en el art. 14 bis y en una serie de Tratados Internacionales
de Derechos Humanos y Sociales que nos rigen. Además se señaló en el fallo el
antecedente propio del derecho comparado, de las resoluciones de Tribunales
como la Corte de Arbitraje belga y el Tribunal Constitucional de Portugal y
el Consejo Constitucional francés.
Podría haber citado la
Corte, en materia de derecho comparado, la reciente reforma de la
Constitución de Venezuela que positiviza al principio de progresividad en
materia de derechos humanos (en su art. 19) y de derechos del trabajo (en su
art. 89) o en el derecho interno, al art. 39 de la Constitución de la
Provincia de Buenos Aires, que, a partir de 1994, consagró ese principio en
forma explícita.
Pero en lo esencial,
lo más importante del fallo está en la relectura de nuestro art. 14 bis,
comenzando por la indagación sobre la voluntad de los constituyentes.
Recordando las palabras del miembro informante de la Comisión Redactora de la
Asamblea Constituyente de 1957, sobre el destino que se le deparaba al
proyectado art. 14 bis, en estos términos: "Sostuvo el convencional
Lavalle, con cita de Piero Calamandrei, que "un gobierno que quisiera
substraerse al programa de reformas sociales iría contra la Constitución, que
es garantía no solamente de que no se volverá atrás, sino que se irá
adelante", aun cuando ello "'podrá desagradar a alguno que querría
permanecer firme" (Diario de
sesiones..., cit., t. II, p. 1060)".
En consecuencia y a
partir de esos valores, es que el art. 14 bis ordena en materia laboral
dictar leyes para asegurar derechos a los trabajadores y desactiva normas que
fueron dictadas para desasegurarlos.
Asumió en definitiva
el más Alto Tribunal, implícitamente, que por medio del principio de
progresividad opera el derecho del trabajo a partir del reconocimiento del
estado de necesidad de amplios sectores de la clase trabajadora y cumple la
función de reparar racionalmente la desposesión implícita en la relación de
trabajo del orden económico capitalista. Relación de subordinación que
legitima la apropiación por el empleador de esa fuerza de trabajo y las
ganancias que genere, ajenizando al productor del trabajo de los riesgos que
asume quién lo explota en su beneficio (22).
Este principio
funciona como una válvula dentro del sistema, que no permite que se pueda
retroceder en los niveles de conquistas protectorias logrados.
Impide el retroceso a
condiciones propias de períodos históricos que registran un mayor grado de
desposesión legitimada.
Se expresa
articuladamente para cumplir la función protectoria con el principio de la
irrenunciabilidad y las reglas de la norma más favorable y de la condición
más beneficiosa. En esencia, limita la cláusula del progreso, a partir del
deber de no dañar, subordinando lo económico a la defensa de derechos humanos
fundamentales.
Debe también
destacarse que en el fallo "Aquino"
la distancia que existe entre el derecho del trabajo y el derecho al trabajo
comenzó a ser recorrida conceptualmente. Y se eligió la última preceptiva
como destino, meta y contenido del concepto fundante del decisorio. Es el
derecho al trabajo un punto debatido y a agotar en esta época de la post
modernidad, que cobra especial relevancia.
Si la modernidad tiene
por marca al derecho del trabajo, la post modernidad retoma el derecho al
trabajo como una cuestión que no puede ser más postergada.
No es poco que la
Corte eligiera el concepto que hoy interesa a la ciudadanía del trabajo, por
el que se estructura trabajosamente, y pese al mercado, una red de seguridad
básica en la sociedad. Una garantía que llega a plantearse el derecho al
salario de subsistencia, compensación por el empleo escaso, que construye el
mercado en su funcionamiento insolidario, es hoy tema abordado en los países
centrales y avanzados.
Que se comience a
vislumbrar en fallos que llegan después de la lluvia ácida de normas y
doctrinas judiciales inspiradas en la regresividad nos permite esperanzarnos.
Creer que el cambio es posible. Que aun de
lege lata, respetando la Constitución, se puede reconstruir lo destruido
y construir sobre las cenizas.
VII. El sentido del llamado principio de progresividad en la era
de la globalización
El llamado principio
de progresividad (una regla garantista instrumental del progreso), contradice
la idea del progreso masivo e ineluctable, tan afín y natural al positivismo,
y sobre la cual se afirmara la ciencia económica liberal clásica para asentar
la construcción conceptual del mercado, asignándole la tarea de una mano
mágica.
Era ella una mano que
llevaba hacia el progreso de todos. La propuesta resultó ilusoria y el
progreso de todos se tradujo en el fenómeno inédito de la pauperización de
los más. Insertos en la trampa estamos y la pauperización sirve para la
ruptura de todos los vínculos sociales y la desafiliación, en un tránsito
regresivo, donde la clase trabajadora, como último escalón de las políticas
expoliadoras del mercado, sigue siendo el único estado social en el que el
desafiliado se refugia a partir de la esperanza de subsistir por el trabajo.
Con o sin proyecto histórico. Con o sin destino manifiesto. Con o sin
revolución.
Es en ese marco
conceptual que el progreso de los trabajadores puede ir acompañando al
progreso de todos o contradiciéndolo, negándolo o retardándolo.
Mientras la miseria
sea el cimiento del progreso de algunos, la idea de totalidad pierde sentido
y el progreso de los explotados, aunque fueran minorías y no lo son, sería
más importante que el sueño de una totalidad que resulta imposible de
mensurar. Y ridículamente mensurable en términos contables a valores de los
PBI, tan afectos a algunos aprendices de economistas.
La regla de la
progresividad de los trabajadores significa rescate de un estado de
desposesión. Conceptualización de la cuestión social. Tarea pendiente que,
sin resolver, demuestra hipócrita a la noción del progreso de todos.
Y en el análisis
temporal el llamado principio de progresividad encuentra mejor enclave en una
temporalidad seriada, con ritmos de desarrollo superpuestos, en los que cobra
sentido la válvula-seguro de la no regresividad; que en la concepción del
tiempo hegeliano "centrado", resulta mucho más ajustada a un
idealismo afín con el progreso de "todos".
En definitiva, con un
progreso guiado para todos, que engordó la idea del bien común, en la que se
asentó primero el tercer estado y hoy una tecnoburocracia político-financiera
empresarial, que camina sobre los cadáveres y la miseria de muchos.
En la era de la
globalización, construir desde la doctrina un principio general del derecho
(en nuestro concepto una regla general del derecho), con sus notas de validez
universal, expresivo de los valores reivindicables en este momento histórico,
hace a los fundamentos del derecho de gentes y no queda anclado en los
derechos positivos nacionales.
Sin embargo, la
defensa de un orden de garantías tiene que ver con los limites jurídicos de
los Estados nacionales y su capacidad de resistencia, ante el daño que puede
surgir de la misma globalización, necesaria para algunos, destructiva para
otros.
Rubén Dri, apoyándose
en Petras, ha señalado con agudeza que el concepto de globalización comienza
a circular a fines de los 60 como sustituto de "imperialismo", dado
que este concepto tenía acentos peyorativos. Señala que fueron periódicos
como Business Week, Fortune y
revistas de negocios norteamericanas las que lo divulgaron, de manera que el
concepto de globalización entró en la jerga periodística para describir el
fenómeno de expansión de capitales y de empresas norteamericanas, europeas y
japoneses conquistando espacios económicos (23).
A esta altura de las
circunstancias, es evidente que todo el mundo habla de la globalización; y
seguir estudiando al imperialismo, como etapa superior del capitalismo,
implica cargar con el peso de ser un intelectual fuera de moda. Reconocer el
poder inmenso de las empresas protagonistas de la globalización significa
avalar la imposibilidad de resistir a ese poder por los Estados nacionales y
los derechos que ellos construyen. Plantear esa inevitabilidad lleva a
legitimar el poder de daño de esas empresas.
La cultura de la
globalización, asimila el progreso a las políticas de la llamada con sorna
Santísima Trinidad, conformada en el presente por el FMI, el BID y la OMC.
Políticas que sirvieron para favorecer a los Estados Unidos, la Unión Europea
y Japón, de donde provienen las quinientas empresas más grandes del mundo,
(el 47 por ciento de ellas norteamericanas, el 37 por ciento europeas y el 10
por ciento japonesas).
Pero esas empresas
transnacionales encuentran útiles a su destino perder el rastro de sus
orígenes y escapar a todo control a intentar de su accionar. Escapan al
control de origen, que además no se le ejerce a mérito del beneficio que
generan y reparten en sus propias sociedades desarrolladas, a partir de la
superexplotación de las naciones y sociedades del subdesarrollo. Pero lo que
es más grave, escapan al control de sus víctimas, que, a mérito de la cultura
de la dominación que asumen, justifican el daño que causan, como si el mismo
resultara inevitable.
Todo esto no deja de
ser una enorme ficción, de arrasadores efectos reales. Que conduce a las
sociedades "víctimas" hacia un abismo y al mundo entero hacia el
desastre, cabalgando como los cuatro jinetes del Apocalipsis, sobre una
economía de irresponsables supuestamente equilibrada por un mercado que todo
lo puede arrasar.
La penetración del
escepticismo, sobre el rol que cumplen los Estados nacionales y sus órdenes
jurídicos, en relación con su función legitimante de los regímenes de
explotación, ha llevado a la izquierda de la post modernidad a transformarse
en epígono de la globalización, apostando a la revolución mundial, en función
del protagonismo de la multitud, para usar los términos de Antonio Negri (24).
Hay en ello un
prejuicio que no deja de manipular a la propia revolución y niega en toda
evolución un posible sentido positivo. El culto utópico de la revolución es
necesario a la esperanza, imprescindible faro en la hora del escepticismo.
Pero puede llevar a la reificación y fetichización de la revolución, que
constituye la más solapada forma de negarla desde adentro. La revolución
entonces pasa a ser una cosa y no una tarea de hombres, corriendo la misma
suerte que describimos del progreso, o el continuum
indefinido del evolucionismo. Haciéndonos menos responsables a los hombres,
de los procesos de cambio que debemos asumir. En lo cotidiano o en los
grandes momentos históricos de los pueblos, que por ser extraordinarios, no
suelen darse fácilmente.
Desde el derecho y a
partir del daño a proteger, en uno de los planos posibles, la doctrina
construye trabajosamente una regla general de derecho para batallar contra
esa realidad de espanto, donde feroces tigres de papel hambrean a los
pueblos. Limitando el daño a causar, a mérito de la invocación del progreso
como fetiche, la conciencia del hombre se abre a una idea legitimadora de los
recursos que resistan, negando la inevitabilidad del daño y obligando a
prevenirlo y repararlo.
Se trata de construir
un derecho humano de resistencia.
Especial para La Ley.
Derechos reservados (ley 11.723)
(*) Puede consultarse del autor para ampliar el tema: "El ataque al principio de progresividad", en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, marzo de 1994, año IX, n° 103, t. VIII, p. 175. "El orden público laboral y el principio de progresividad", en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, septiembre de 1995, año XI, n° 121, t. IX, p. 645. "El principio de progresividad", publicado en el tomo de Ponencias del Primer Congreso Nacional de Abogados: "Hacia nuevas formas de defensa de los trabajadores", celebrado en el Salón Germán Abdala, Buenos Aires, los días 10 y 11 de octubre de 1997, p. 11. Reflexiones sobre el principio de progresividad y la idea del progreso en el derecho del trabajo, en Revista del Colegio de Abogados de La Plata, 1999, año XXXIX, n° 60, p. 149. La disponibilidad colectiva en las leyes 25.013 y 25.250 y el principio de progresividad, en revista La Causa Laboral de la Asociación de Abogados Laboralistas, Buenos Aires, diciembre de 2001, año 1, n° 2, p. 15. La constitucionalización del principio de progresividad, en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, junio de 2003, año XIX, t. XVII, n° 214, p. 487. Correcciones por inconstitucionalidades del tarifarismo y el principio de progresividad, en diario La Ley, miércoles 20 de octubre de 2004, año LXVIII, n° 202, p. 1. También en el Suplemento La Ley de la Revista del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, oct-nov 2004, n° 38, p. 11. Reproducido también en Gacetilla del Colegio de Abogados de la Provincia de Buenos Aires, "Ultimos fallos de la Corte Suprema Nacional en materia laboral", La Plata, diciembre de 2004. "El principio de progresividad y su conceptualización en la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema", en revista Doctrina Laboral, Errepar, Buenos Aires, febrero del 2005, año XX, t. XIX, n° 234, p. 107. "La tímida e inicial invocación del principio de progresividad en un fallo de la Suprema Corte de Justicia de Buenos Aires en que se declara la inconstitucionalidad de la ley 24.557", LLBA, 2005-497. (1) Ver: PALACIOS, Alfredo en "Esteban Echeverría. Albacea del pensamiento de Mayo", tercera edición. Ed. Claridad, p. 421. (2) PALACIOS, Alfredo L., "Esteban Echeverría: Albacea del pensamiento de Mayo", ps. 414 y 415, 3ª ed., Ed. Claridad S.A., 1955, Buenos Aires, Argentina. (3) Lamennais, cercano a Leroux, había nacido en 1782, ordenado sacerdote en 1816, funda el social cristianismo y cuando el Papa condena públicamente a las "Palabras de un creyente", se radicaliza y es uno de los líderes de la revolución de 1848, el gran admirado de Echeverría, falleciendo en 1854. (4) Ver: INGENIEROS, José en "La evolución de las ideas argentinas", Elmer Editor, cinco tomos, Obras completas, Buenos Aires, 1957. (5) Sostiene Canal Feijoo en relación a Echeverría: "Impónese ahora —piensa él para comenzar— una nueva concepción de la filosofía; la mente moderna ha comprendido, al fin, que las concepciones anteriores confundían, la esencia y el objeto de la filosofía con algún simple método particular de conocimiento que cada escuela o sistema se encargaba de sobreestimar. La filosofía no es ni el racionalismo de Descartes, ni el experimentalismo de Bacon, ni la ideología de Condillac, ni el psicologismo de Reid y Stewart; es, ni más ni menos, la ciencia de la vida, del ser vital de las cosas. Iluminada por las enseñanzas de la historia y de las ciencias naturales, sabe hoy que la ley de la vida universal es el progreso continuo, y que, por tanto, poseer la ciencia de una cosa es poseer la ley de su desarrollo." CANAL FEIJOO, Bernardo, "Constitución y Revolución", p. 117, Editado por el Fondo de Cultura Económica, 1955, Buenos Aires, Argentina. (6) PALACIOS, Alfredo L., "Esteban Echeverría: Albacea del pensamiento de Mayo", 3ª ed., ps. 416 y 417, Ed. Claridad, año 1955, Buenos Aires, Argentina. (7) Iñigo Carrreras reseña una crónica de esa institución representativa de la sociedad oligárquica del momento, refleja: "/.../ se ha constituido una Comisión de Hacendados, cuya primera decisión es organizar una comida de homenaje a Urquiza expresando así de acuerdo a lo que señala la crónica de "El Progreso": 'El profundo reconocimiento de los hacendados, al considerar los importantes trabajos de S. E. para reglamentar y organizar la campaña, para garantir las propiedades y para dar empuje a su desarrollo, había impreso en el ánimo de la parte más pudiente del país, un reconocimiento acendrado...'. Esta comisión es dirigida por el Comandante General del Sud, coronel Ramón Bustos —hijo del gran caudillo cordobés de la organización nacional— por Eustaquio Díaz Vélez y Gervasio Ortiz de Rosas. Y la integran Daniel Arana, Roque J. Baudrix, Alvaro del Valle, Antonio Terrero, Jacobo Parravicini, Claudio Stegman, Mariano Baudrix, Juan Nepomuceno Fernández, Federico Terrero, Juan J. Cobos, José Gregorio Ledesma, Juan Cano, A. G. Moreno, Miguel Otero, Ángel Pacheco, José María Suárez, Federico y Alejandro Leloir, Eugenio Roballos, Narciso Martínez e hijos, Luis Gorz, Pedro J. Vela, Prudencio Ortiz de Rosas, Agustín Delgado, Jorge Atucha, Pedro Pablo Ponce, Ezequiel Castro, Patricio Linch, Ramón Lavallol y Luis Dorrego. El 7 de septiembre esta comisión lleva a cabo su banquete en honor del entrerriano en los salones del Club del Progreso. 'Todos los primores que el arte de agradar haya inventado para los sentidos se encontraban allí diestramente colocados...' dice la nota correspondiente publicada por el vocero oficialista homónimo del Club. El "caballero Hotham", almirante y ministro plenipotenciario de Inglaterra comparte la mesa central junto a las máximas autoridades. Brindan en esta oportunidad Tomás Guido, Elías Bedoya. Bernardo de Irigoyen, Gorostiaga y otros. "A las diez y media de la noche, fue invitado el director, a pasar a otros salones, y toda la reunión lo siguió allí para tomar el café. El buen humor lo siguió allí para tomar el café. El buen humor, la franqueza, la cordialidad más completa reinaba en los amenos grupos..." agrega el cronista el cierre de su nota. El 8 de septiembre conservando aún los ecos del banquete del Club en su cuerpo y espíritu, Urquiza se embarca a las 11 de la mañana hacia el Congreso |
